sábado, 18 de octubre de 2008

affair intelectual

Es la primavera: la señorita Houghton llega al edificio a pie, como todas las tardes. Hace el mismo recorrido de todos los días por el caminito de concreto, al pasar frente al comedor de la institución observa su reflejo en los ventanales, la camisa blanca, el pantalón de verano y un pañuelo ceñido al cuello, la divierte ver a su imagen atravesar uno por uno los ventanales. Camina sosteniendo una sonrisa y se detiene cuando llega a la puerta; observa la fila de árboles que circunscribe al pabellón de ciencia y tecnología, esto se ha vuelto una costumbre, hay un pequeño lapacho que la seduce por su color particular, está un poco apartado de los demás, junto a una parrilla de cemento. Ella lo observa con detenimiento, la forma en que se abren sus ramas, el color de las flores y la sombra que proyecta en el pasto, ha visto al árbol florecer y destacarse entre los demás a través de los días. Ella se siente arrebatada por esta visión, como un golpe de aire fresco en el arco interno de sus piernas, por un momento suspende sus pensamientos, se reclina sobre la pared y lanza al lapacho un suspiro sordo - a punto de entrar al edificio, de comenzar formalmente su día- está relajada y la rodea una brisa, y siente la caricia cálida en su pecho, la mano invisible que entra por el cuello de la camisa y debajo del pantalón. Sus pezones toman la forma de un pequeño fruto, cuya piel es una trama rosada de rombos y corazones, completando los pechos modestos, consistentes y delicados; se dejan sentir bajo la ropa, ella se zambulle en una ensoñación. Se imagina recostada a la sombra del lapacho, con la camisa abierta y cabello flotando en el aire. Inhala, guarda esta imagen en su mente junto a la fragancia silvestre y el viento cálido, atraviesa la puerta y el hall del edificio, el aire del interior del edificio es fresco, hay una corriente ligera que atraviesa los pasillos y los vacíos de las escaleras y las oficinas. Como si la naturaleza en su faceta masculina insuflara una caverna con tono húmedo y arcaico.
Le toca atravesar el pasillo y salvar la escalera que va del comedor al segundo piso, el paseo habitual entre las oficinas de sus colegas sobre las baldosas hexagonales rojas. Ese espacio se constituye bajo la luz de los tubos intermitentes y la masa de murmullos apaciguados de los profesionales que discuten con carácter sublime. Son cuestiones de la razón, y en este espacio ella sueña secretamente que al entrar a su oficina un colega o un alumno de aspecto salvaje le sale al paso, intenta en primer lugar hacerle una pregunta, lleva unos papeles en la mano o viene a convidarle una taza de té. A veces lo imagina con brazos como de piedra tallada, de rostro clásico, en otras oportunidades su visita imaginaria es la de un hombre un poco feo pero enigmático, que la toca con soltura en los hombros, la espalda y el talle, que la envuelve en un discurso cotidiano de doble lectura, uno explícito y otro silencioso: palabras y tacto. Irremediablemente su visitante -apolíneo o un poco feo- le insinúa una aventura, un poema entrecortado, lo deja salir en clave de broma, o hace una declaración furtiva sosteniendo su mano. La lleva al interior de la oficina, cierra la puerta y hace una pausa maravillado con la vista del paso arbolado o las reproducciones del simbolismo pictórico que cuelgan de las paredes. Ella imagina que le sigue el juego, cuenta su pequeña teoría sobre el grato paisaje, el arte representativo, hace alusión a sus ocupaciones, las costumbres construidas en el espacio de esa oficia... cruza una mirada con él, con esos que se desdibujan, el sueño parece alejarse pero el trazo vuelve a hacerse fuerte y ella arde, se enreda en otro juego de palabras, él la toma por la cintura y la lleva la mesa, las manos se hunden ligeramente en sus caderas, se queda sentada ahí, con los brazos rodeando a este visitante hipotético, mientras hablan la desviste, la recuesta en el escritorio que barre con la mano libre. Ella lo deja hacer, siente el toque preciso en sus piernas, en su vientre, la piel desnuda que aparece al replegarse su camisa, al abrir su pantalón. El nudo del pañuelo se deshace, pero la tela queda sujeta a su cuello y cae sobre sus pechos. Toma su cadera otra vez, toma sus pechos, pasa la mano por su cabello, señorita Houghton le dice, señorita Houghton. Es un suspiro, la voz es suave y la mano es pesada, la siente pasar por sus hombros, señorita Houghton, los costados de su pecho, su cintura; él deja una mano a cada lado de su entrepierna y le pregunta si conoce a Rimbaud, ella dice que sí, muerde sus labios. ¿A Rimbaud? dice él, ¿lo conoce? Sí, sí, a él, a él lo conozco, suspira la señorita Houghton. Lo conoce... lo conoce... los labios rozan su cuello, el de los ojos tristes... la caricia se hace intensa, la luz que entra a la oficina se vuelve rósea, ¿vas a deshacerte? pregunta ella, sí, ahora el sueño se desarma, dice él, ahora me voy. ¿Ahora te vas? Me voy. La señorita Houghton da un portazo enérgico y descuelga una reproducción de El Unicornio, que cae al piso y se parte en pedazos.

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