miércoles, 29 de octubre de 2008
el trazo
Pero no puedo cortar el trazo, la mano invisible que mancha la forma asomada entre los entremeses y las minucias, aquella misiva escarlata que rompe el verde de los vergeles; la bestia terrible que muerde al que muerde mi pecho. La marioneta pierde la guía del amo y cae desarticulada al piso, con la cabeza echada y las palmas de las manos apuntando al rostro, en el cuenco de las piernas partidas. ¿Qué es esto que siento, qué nombre tiene? Es un pase mágico a la infancia, a los primeros amores; al placer inocente de las caricias. Y ahí estás, eras tú, vamos a tocarnos, la mano se extiende en el sueño, es el mundo de las caricias. Se corre el riesgo de romper el velo y caer en el desierto sin sueños ni entremeses, aquel vacío, silencio que sostiene la trama de todas las comedias, la mano se extiende con delicadeza siguiendo el paso de los sueños... me ha tomado y el trazo se afirma, es tu rostro. Hemos perdido la marca de los años, los ojos son manchas grises y las bocas manchas rojas, entonces dices: Me extravié, no sé la persona que soy, si soy un hombre o una mujer, las cosas que hice. Me extravié, repites. Yo comienzo a contarte la historia de aquel santo conmiserativo que carga con nuestros caprichos, te burlas y yo te observo, somos dos manchas. No puedo saber lo que estoy diciendo, me extravío. Sonríes pero el trazo se pierde, la boca es una línea rosa, los ojos dos puntos que se reducen, el velo se rasga y siento el vértigo de la caída. Entonces me atrapan éstas, las ocupaciones, ponen mis pies en la tierra, arreglan mi vestido y entonces sigo mi día entre éstas, adivinando el trazo que corre entre los entremeses y las minucias. La línea que se refuerza para que aparezca por momentos la mancha roja.
sábado, 18 de octubre de 2008
affair intelectual
Le toca atravesar el pasillo y salvar la escalera que va del comedor al segundo piso, el paseo habitual entre las oficinas de sus colegas sobre las baldosas hexagonales rojas. Ese espacio se constituye bajo la luz de los tubos intermitentes y la masa de murmullos apaciguados de los profesionales que discuten con carácter sublime. Son cuestiones de la razón, y en este espacio ella sueña secretamente que al entrar a su oficina un colega o un alumno de aspecto salvaje le sale al paso, intenta en primer lugar hacerle una pregunta, lleva unos papeles en la mano o viene a convidarle una taza de té. A veces lo imagina con brazos como de piedra tallada, de rostro clásico, en otras oportunidades su visita imaginaria es la de un hombre un poco feo pero enigmático, que la toca con soltura en los hombros, la espalda y el talle, que la envuelve en un discurso cotidiano de doble lectura, uno explícito y otro silencioso: palabras y tacto. Irremediablemente su visitante -apolíneo o un poco feo- le insinúa una aventura, un poema entrecortado, lo deja salir en clave de broma, o hace una declaración furtiva sosteniendo su mano. La lleva al interior de la oficina, cierra la puerta y hace una pausa maravillado con la vista del paso arbolado o las reproducciones del simbolismo pictórico que cuelgan de las paredes. Ella imagina que le sigue el juego, cuenta su pequeña teoría sobre el grato paisaje, el arte representativo, hace alusión a sus ocupaciones, las costumbres construidas en el espacio de esa oficia... cruza una mirada con él, con esos que se desdibujan, el sueño parece alejarse pero el trazo vuelve a hacerse fuerte y ella arde, se enreda en otro juego de palabras, él la toma por la cintura y la lleva la mesa, las manos se hunden ligeramente en sus caderas, se queda sentada ahí, con los brazos rodeando a este visitante hipotético, mientras hablan la desviste, la recuesta en el escritorio que barre con la mano libre. Ella lo deja hacer, siente el toque preciso en sus piernas, en su vientre, la piel desnuda que aparece al replegarse su camisa, al abrir su pantalón. El nudo del pañuelo se deshace, pero la tela queda sujeta a su cuello y cae sobre sus pechos. Toma su cadera otra vez, toma sus pechos, pasa la mano por su cabello, señorita Houghton le dice, señorita Houghton. Es un suspiro, la voz es suave y la mano es pesada, la siente pasar por sus hombros, señorita Houghton, los costados de su pecho, su cintura; él deja una mano a cada lado de su entrepierna y le pregunta si conoce a Rimbaud, ella dice que sí, muerde sus labios. ¿A Rimbaud? dice él, ¿lo conoce? Sí, sí, a él, a él lo conozco, suspira la señorita Houghton. Lo conoce... lo conoce... los labios rozan su cuello, el de los ojos tristes... la caricia se hace intensa, la luz que entra a la oficina se vuelve rósea, ¿vas a deshacerte? pregunta ella, sí, ahora el sueño se desarma, dice él, ahora me voy. ¿Ahora te vas? Me voy. La señorita Houghton da un portazo enérgico y descuelga una reproducción de El Unicornio, que cae al piso y se parte en pedazos.
miércoles, 15 de octubre de 2008
este es tu corazón
Este es tu corazón; ya no está más. Tus ojos cerrados laten, tus labios se aprietan para no decir su nombre. Penetras los alfileres en el esquivo y te pones a gritar bestialmente su nombre.
¿Qué se siente haber perdido el corazón en lo desconocido? ¿Es un vacío? ¿Qué es aquello que suena y es impasible? Ésta es tu mano que se pasea por una lonja de metal y luego de un salto de verano aterriza en el muslo macizo. ¿De quién?
Esta es tu vida, ya no está más. Te agitas en tu sudor y buscas la salida para no decir su nombre. Recuperas el corazón punzado pero está cargado de pasión violenta. Como un toro salvaje te estrellas y te pones a gritar su nombre.
¿Qué se siente estar sin aire? ¿Y cuándo todos pasan quedar asido a la tierra? ¿Y qué se siente repetir incansable su nombre cuando no sabes como suena?
que no se acerque así a lamerla
.
después se queda dormido y me dan ganas de abrazarlo y está sólo y desnudo